La realidad es que guardar algo en la nube implica solamente tenerlo en otra parte; probablemente, un servidor remoto dentro de un gran centro de datos. Para nosotros, es de lo más práctico: nos olvidamos de cargar con soportes físicos, con almacenar en el ordenador o con tener innumerables memorias USB. Sólo requerimos de una conexión a Internet y listo, la fantasía se vuelve realidad: los archivos son omnipresentes siempre y cuando podamos colgarnos a la web.
Pero, del lado oscuro -ese que a veces nos negamos a ver por no sacrificar la comodidad-, el alojamiento en la nube es uno de los triunfos de una sociedad que confía demasiado en la tercerización de servicios -el mentado outsourcing-. Es una victoria del capitalismo que hasta guardar lo nuestro lo deleguemos. Imagine usted que tiene que cargar siempre con una mochila a todas partes. Es poco práctica porque quizá tiene más cosas de las que puede guardar o se cansa de traer la bolsa a las espaldas. Entonces llega alguien con una mochila mucho más grande y dispuesto a cargar tus cosas; a veces, hasta de forma gratuita. ¡Qué placer! El hombre de la bolsa te pide firmar un contrato con muchas letras chiquitas y, emocionado, plasmas tu firma con tal de gozar de esa ventaja. ¡Faltaba más!
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